Cuatro décadas han pasado desde el estreno de “Amadeus”, la película de Miloš Forman. Basada en la obra de teatro de Peter Shaffer, es el recuento de la rivalidad, la envidia y la admiración de Antonio Salieri por el joven Wolfgang Amadeus Mozart.
La tengo presente, porque la vi en París, donde pasaba una breve temporada de estudios, en 1984, un año extraño, pero que ya contenía claves de mucho de lo que ocurriría con el paso del tiempo.
Por esos mismos días también se proyectó “Los gritos del Silencio”, una historia del director Roland Joffé situada en Camboya, en el delirio atroz del Kramer Rojo y que da cuenta de las dificultades y dilemas que enfrenta un corresponsal de The New York Times.
En Francia, empezaba a cobrar notoriedad un personaje: Jean-Marie Le Pen. Con los reflejos de un país que puede ser muy conservador, el líder del Frente Nacional ya afianzaba su narrativa contra la inmigración, apelando a una supuesta invasión extranjera que quitaría el trabajo y la tranquilidad a los franceses.
Un 12% del electorado pensaba que Le Pen debería ejercer un papel importante en el futuro del país.
Al final, quien se convirtió en un referente, décadas después, fue su hija, Marine Le Pen, quien le ofrecerá los votos legislativos a Emmanuel Macron para que haga efectivo el nombramiento de Michel Barnier, un político de Los Republicanos, que también aspiró, en algún momento, en llegar al Élysée.
Una jugada peligrosa del presidente de Francia, que además ignora la voluntad ciudadana que votó por la izquierda agrupada en el Nuevo Frente Nacional que se constituyó, precisamente, para detener a Le Pen y su programa ultraderechista.
Pero hace 40 años las preocupaciones eran otras, aunque solo en apariencia. François Mitterrand, el presidente socialista, tendría que enfrentar, unos años después, la cohabitación con un primer ministro proveniente de la derecha, Jacques Chirac.
Vuelvo al cine. “Los gritos del silencio” apelaban a los daños que generaban los gobiernos de izquierda radical, y en gran medida criminal, como el de los Jemeres, que inspirados en Mao habían barrido con todas las libertades y liquidando, literalmente, a la inteligencia.
Bajo el gobierno del Pol Pot fueron asesinadas al menos un millón 700 mil personas.
El dictador tenía la misión de “llevar la felicidad al pueblo” y para lograrlo hizo que se terminara con cualquier pretensión intelectual, donde, inclusive, utilizar anteojos se convirtió en un elemento de sospecha.
Semejante pesadilla terminó, por supuesto, pero las huellas de la atrocidad, entre ellas las de “la nueva educación”, dejaron heridas permanentes.
Pero en 1984, cuando por necesidad simpatizábamos con las angustias de Salieri, quien veía como el trabajo duro y la constancia podían ser desplaza, aunque solo en casos excepcionales por el genio. Sí, Mozart lo era y uno de los más grande se la historia.
Cinco años después, en 1989, la ciudadanía derrumbaría el Muro de Berlín. Los regímenes del socialismo real irían cayendo uno a uno.
No teníamos internet y había que informarse leyendo diarios y revistas impresas, escuchando la radio y atendiendo a los noticiarios de televisión.
Pero a pesar de esas dificultades, la caída del Muro, las revelaciones sobre las atrocidades en Camboya sonaron tan fuerte como los acordes del réquiem de Mozart.
Fuente: forbes